martes, 2 de septiembre de 2008

¡Bombardeen la Universidad Técnica del Estado!

Esa fue la orden, porque no bastó con que ametrallaran y dispararán contra la UTE.
Los jefes de los uniformados que dirigieron el asedio de la UTE, nunca se quejaron de carabineros o soldados heridos, porque sabìan que desde nuestra Universidad nadie disparó, y salvo el fuego cruzado de ellos mismos, la UTE resistió porque tuvo una moral y un rector que actuó a gran altura, con una dignidad que no tiene cualquiera.

¡BOMBARDEEN A LA UTE! eso muestra lo que fueron aquellos altos mandos, el grado de su honor castrense y el tratamiento que dieron a sus prisioneros de guerra, deja en claro la magnitud de su felonía, por eso es bueno recordar lo que pasó aquel día en el reecuerdo de un protagonista:



COMO VIVÍ EL 11 DE SEPTIEMBRE
EN LA UNIVERSIDAD TECNICA DEL ESTADO

Carlos Orellana
(Fue Jefe de Editorial de la Universidad Técnica del Estado, Jefe de Publicaciones de Editorial Universitaria de Chile, Editor de Araucaria de Chile, Ganador del Concurso Literario "Escrituras de la Memoria" del Fondo Nacional del Libro 2007)

En la mañana del 11, poco después de las ocho, le informan telefónicamente que una banda de civiles armados con metralletas, destruyeron en la madrugada la torre transmisora de la radio de la Universidad, causando además daños casi irreparables en sus estudios.
Camino a la UTE vio algunos signos inquietantes. Autos que tocaban rítmicamente sus bocinas y una columna de estudiantes gritaban, trastocando los términos y la intención de una consigna de entonces: "¡CRE-AR!, ¡CRE-AR!, ¡PO-DER MI-LI-TAR!"
Cerca de las nueve escucha el primer comunicado de la Junta.

Recuerda que las horas siguientes en la UTE fueron muy confusas. No había información clara, reinaba el desconcierto, aunque la gente se mantenía muy serena. Hacia el mediodía el rector Kirberg habló a la comunidad desde su despacho a través de un sistema de parlantes internos. Pidió calma, llamó a no desesperarse hasta no conocer el desarrollo exacto de los acontecimientos.

Minutos antes habíamos presenciado desde la explanada principal de la UTE el bombardeo de La Moneda y las columnas de humo provocadas por los proyectiles. Los hechos eran harto elocuentes, pero por alguna razón que no atina a explicarse, no se terminaba de captar en toda su profundidad el alcance exacto de lo que ocurría.

En el curso de la mañana alguna gente se fue, el grueso del millar de estudiantes, académicos y funcionarios administrativos, decidió, conforme a una consigna largamente propalada en todo ese tiempo, permanecer en sus sitios de trabajo o estudio. No fue atendida la opinión del rector, quien aceptó el acuerdo de la mayoría, advirtiendo sin embargo que consideraba arriesgada e inútil esa conducta.

Hacia el mediodía se había ya completado el cerco de la universidad. Los militares controlaban los accesos en la Estación Central, en las avenidas Matucana y Ecuador y en la calle Santo Domingo. En el interior de la Quinta Normal la tropa estaba presente en todas partes.

Se dispuso que la mayoría se concentrara en la Escuela de Artes y Oficios, que es no sólo el edificio más espacioso de la universidad sino el más sólido. Hay que acordarse que en alguna época del siglo pasado fue sede de un cuartel militar. El resto de la edificación, es decir, la parte moderna de la unidad universitaria, no ofrece protección alguna: ventanales de muro a muro, estructuras con paneles muy delgados y frágiles, amplios espacios entre pabellón y pabellón, comunicados entre sí por largos pasillos enteramente abiertos.

A eso de las cuatro una funcionaria acudió a la rectoría. Un hermano suyo, inspector del Servicio de Investigaciones, la había llamado por teléfono pidiéndole que hiciera lo posible para abandonar de inmediato la universidad. Se había enterado que la unidad iba a ser bombardeada.

Poco antes de las seis se presentó un piquete de uniformados al mando de un oficial de ejército. Ingresaron por el lado de El Tattersall, y después de algunos instantes de vacilación salió a su encuentro, con el ánimo de parlamentar, un grupo encabezado por Ociel Núñez, presidente de la Federación de Estudiantes.

El oficial se dirigió a él luego de indagar su identidad y funciones. Preguntó sin perder el tiempo en cortesías sobre el número de personas concentradas en la universidad y advirtió secamente: "Lo del toque de queda va en serio. No vamos a permitir que salga nadie después de la seis. ¡Y queda prohibida la circulación por todos esos pasillos!". Indicó con la mano los largos corredores abiertos, y señalando luego la avenida Sur, que separa la universidad en dos sectores, agregó: "Y que no se le ocurra a nadie atravesar esa calle". "A usted --dijo enseguida encarando a Ociel-- lo hago responsable de lo que pueda pasar". Enseguida dio media vuelta y se retiró con el piquete.

No era una simple amenaza. Algunos que intentaron desplazarse de un pabellón a otro tuvieron que renunciar a la idea. Los disparos llovían de inmediato.



Aproximadamente a las siete volvió otro piquete, esta vez de carabineros. Ingresó por el acceso principal y llegó hasta la misma puerta de la Casa Central. Salió el rector, quien recibió del mayor que lo dirigía advertencias muy parecidas a las del oficial de las seis de la tarde. Lo único nuevo fue la notificación perentoria de que la universidad debía ser desalojada al día siguiente antes de las ocho de la mañana. Hubo un momento en que el diálogo se tornó áspero, porque el uniformado lanzó la acusación de que desde algunos edificios de la universidad se estaba disparando contra la tropa.

Kirberg replicó que eso era imposible. "¿Se imagina que yo voy a permitir una provocación suicida como esa? ¡Mírenos! Estamos casi como en una vitrina; sería una locura hacer una cosa así". Sostuvo además con mucha energía que nadie disponía entre nosotros de un arma. Lo que era rigurosamente cierto.

El mayor no insistió, y yo diría que hacia el final su tono se suavizó haciéndose casi respetuoso. Faltó poco para que hiciera sonar los talones cuando la conversación se dio por terminada.

Llegó la noche, una de las peores que he pasado en mi vida. Apenas oscureció, las ráfagas de fusilería y ametralladoras se sucedieron casi sin interrupción. Se disparaba contra la universidad y contra los automóviles que atinaban a circular por allí. Desde la ciudad llegaba el estruendo lejano de la acción armada.



No teníamos más alternativa que estarnos quietos, a oscuras. Dormimos muy poco, los que pudimos hacerlo. Como las líneas telefónicas funcionaban normalmente, procurábamos comunicarnos con familiares o amigos.

Yo hablé varias veces con mi hija menor. "Nos ganaron, ¿no es así?. Dime la verdad, papá. ¿Qué va a pasar a ahora?". Procuré tranquilizarla. Le dije que era sólo el primer round, que ya vendrían otros. La última vez que nos comunicamos, cerca de la medianoche, la sentí sollozar.

"Insistía: "Qué va a pasar, papá. Tengo miedo." Estaba sola en la casa.

El baleo produjo esa noche, que yo sepa, dos muertes. Alrededor de las diez fue alcanzado por una bala Hugo Araya, fotógrafo de la universidad que antes había sido camarógrafo del canal 9. Era un personaje extraño, de figura un tanto estrafalaria, largas barbas y boina ladeada a lo Che Guevara. Lo apodaban "El Salvaje". Se desangró durante horas. Kirberg hizo muchos esfuerzos, todos inútiles, con postas y hasta comisarías para conseguir una ambulancia. Falleció cerca del amanecer.

Poco antes había muerto una muchacha, una estudiante cuyo nombre ignoro; recibió una bala perdida y falleció instantáneamente.

En la Escuela de Artes y Oficios la mayor parte se concentró en el casino, que parecía uno de los sitios más seguros. Algunos compañeros hablaban cada cierto tiempo a los congregados. Trataban de explicar la situación, de levantar los ánimos. En el grupo, muy numeroso, estaba Víctor Jara. Andaba con su guitarra y cantó varias de sus canciones más famosas. Quienes estuvieron allí recuerdan que cantó "La bala", bastante popular entonces, y recuerdan también que todos la corearon.

A las siete de la mañana --esta vez puedo referirme a la hora con absoluta certeza-- nos reunimos en la oficina de la Asesoría Jurídica de la rectoría. Siete personas: dirigentes estudiantiles, autoridades universitarias y políticas. Nos proponíamos discutir las medidas más adecuadas para organizar una evacuación ordenada de la universidad.

Los carabineros se habían retirado muy temprano, poco después de la madrugada, y ahora nos estaban cercando fuerzas del ejército. Los soldados, muy visibles y característicos porque debajo de la casaca usaban un yersey de cuello subido de color naranja muy intenso, se desplazaban corriendo de árbol en árbol, con gran rapidez y sigilo, parapetándose en posición de combate. Era un espectáculo extraño y alucinante, grupos de adultos parodiando las reglas y movimientos de los juegos infantiles. Nos resultaba un tanto inexplicable, ya que teníamos plena conciencia de que la universidad tenía que ser evacuada y que ya había sobre eso un compromiso con los militares.



Poco antes de las siete habían aparecido por la avenida Ecuador equipos de artillería. Un cañón, de 120 milímetros según alguien estableció después, fue instalado en medio de la calle que enfrenta directamente la gran explanada central. Es curioso, pero ahora que lo recuerdo, pienso que al parecer nadie sabía cómo se llamaba esa calle. Tiene sólo una cuadra y en cinco años de trabajo en la universidad yo nunca supe su nombre ni nunca tampoco me interesé por conocerlo.

Entramos a nuestra reunión y a las siete y cinco minutos en punto sonó el primer cañonazo.
Quien conozca la UTE puede imaginar sin esfuerzo los efectos que podía producir un cañonazo dirigido a cualquiera de los tres pisos de su Casa Central, cuya fachada, de más de cien metros de longitud, es un luminoso y enorme ventanal.
El disparo hizo impacto en la segunda planta, en la oficina exactamente contigua a la que ocupábamos, y la destruyó totalmente. Nos lanzamos al suelo y acto seguido sentimos cómo se iniciaba el ametrallamiento. Volaban astillas, residuos de yeso, fragmentos de vidrios; el estrépito era ensordecedor y nos ahogaba el olor espeso de la pólvora.

Sonaron nuevos cañonazos, dirigidos a otros sectores del edificio. Arriesgando su vida, alguien se escurrió arrastrándose por el pasillo hasta el despacho del rector. Kirberg estaba con su esposa, el chofer de la rectoría y una de sus secretarias. En ese momento trataba vanamente de comunicarse por teléfono con Fernando Castillo Velasco, rector de la Universidad Católica.

El fuego se mantuvo durante unos veinte minutos, me parece. Se interrumpió y nos intimaron con altavoces a rendirnos. Apenas habíamos alcanzado a salir al pasillo tres personas con los brazos en alto, cuando las ametralladoras abrieron otra vez el fuego. Otros veinte minutos de metralla. Nueva tregua y nueva exigencia de rendición.

Nos arriesgamos. Dos o tres, primero, luego todos los demás, las treinta o cuarenta personas que habíamos pasado la noche en la Casa Central, cuyas oficinas se veían ahora casi totalmente destrozadas . Cuando comenzábamos a agruparnos en el hall que daba hacia la puerta de salida, vimos cómo llegaban los soldados corriendo.



A partir de ese instante la pesadilla perdió la dimensión de irrealidad que había mantenido hasta entonces. Los acontecimientos del día anterior, aun cuando no se nos escapara la magnitud de la tragedia, tenían el regusto de un episodio inaudito e incomprensible; ajeno, además, porque el engaño se apoya en la ilusión de que el drama les está ocurriendo a otros. Nos pasaba lo que a esas personas que han sido heridas pero que no lo advierten, porque el dolor sólo se percibirá después, cuando uno ya se ha desangrado. El asedio de la noche y el bombardeo tenían todavía el carácter de una lejana y ausente, un cotejo con situaciones sin rostro, como la lucha contra el hombre invisible.

Lo de ahora era ya otra cosa. Los golpes y gritos venían de seres presentes; estaban ahí, delante de nosotros, sus movimientos y gestos al alcance de nuestra percepción inmediata y nuestro miedo. Ibamos saliendo y apenas traspasado el umbral empezaron a llover sobre nosotros culatazos y puntapiés. Luego nos ordenaron tirarnos al suelo, boca abajo, las piernas abiertas y las manos en la nuca. Separaron a las mujeres, una diez o quince; no recibieron castigo físico, sólo una cuota de empujones e insinuaciones groseras.

El capitán del día anterior separó a Ociel Núñez y a Kirberg, que había salido agitando una camisa blanca identificándose en su calidad de rector. Fue particularmente brutal con el dirigente estudiantil, lo abofeteó, mientras los soldados se turnaban hundiéndole la culata en las costillas.

De pie otra vez, nos hicieron trotar hacia la avenida Sur en medio de una doble fila de uniformados. Son más o menos ochenta metros de corredor abierto y corrimos por ahí entre insultos, culatazos y patadas. Ya en la avenida, de nuevo al suelo en la posición clásica, en la que estaríamos alrededor de cinco horas, mientras la tropa completaba el asalto de la universidad.

Junto con ordenarnos volver a la postura boca abajo, se nos obligó a vaciar nuestros bolsillos. Los soldados revisaban la pila de objetos y si había algo que llamaba su atención lo entregaban a los oficiales. El capitán pronunció mi nombre. Quién es fulano de tal. Yo indiqué y me ordenó levantarme. Vi entonces que tenía en sus manos mi carnet de militante. "Así que comunista", dijo a gritos, "¿y qué crestas hacís vos en la universidad?". "Profesor", dije, por decir lo más corto. Me golpeó con la culata de su metralleta, mientras agregaba la pobre opinión que los militares tienen de los profesores.

Vi a Kirberg unos veinte metros detrás del oficial. Le habían permitido ponerse el abrigo, una prenda color azul petróleo que recuerdo por su color y por el corte impecable. Oyó cuando me llamaban y me dirigió una mirada amistosa y consternada. Estaba pálido pero sereno, con un aire de gran tristeza.

En las horas que siguieron, la maniobra principal fue la toma de la escuela de Artes y Oficios. Fue también cañoneada y ametrallada, en una operación de mayor envergadura que la de la Casa Central. Allí había más de quinients personas, de las cuales tal vez un centenar eran mujeres. Los hombres recibieron un maltrato peor que el nuestro y fueron obligados, al final, a tenderse también en la calzada de la avenida Sur.

El espectáculo debe haber sido sobrecogedor. Centenares de hombres tendidos en el suelo, inmóviles durante horas. Lo vieron los vecinos de la Villa Portales, la población que enfrenta a la universidad por el lado de la Quinta Normal. Deben habernos visto desde detrás de sus visillos, porque el menor signo de movimiento los militares disparaban sobre puertas y ventanas. Los vecinos parece que creyeron que todos estábamos muertos, y de allí provino seguramente el rumor de que en la universidad se había producido una matanza de varios cientos de personas.
El allanamiento y la destrucción que vino a continuación merece también unas palabras.

La más afectada fue la Casa Central. Con el pretexto de la búsqueda de armas, la tropa destruyó prolijamente todas sus instalaciones. Rompieron escritorios, sillas, máquinas de escribir y de calcular, arrancaron las puertas de cuajo, no dejaron vidrio bueno, y vaciaron archivos, cajones, estantes, desparramando su contenido.
En Artes y Oficios los destrozos fueron similares, ametrallando además el casino, las salas de clases, los laboratorios y talleres. Otro tanto, aunque en escala menor, ocurrió en la Facultad de Ingeniería y en el laboratorio central de Química.

Hubo otros ataques de consideración. El que dirigieron, por ejemplo, contra veinticinco gigantescos paneles que estaban instalados en la explanada central. Era una exposición organizada por la Secretaría de Extensión, réplica en gran tamaño de quinientas colecciones de afiches que se habían repartido la semana anterior en todo el país. La exposición se había inaugurado el lunes 10. El tema era la lucha contra el fascismo y tenía un título: POR LA VIDA, SIEMPRE.



El operativo duró muchas horas y comprendió otros aspectos: la descarga de camiones militares, recuerdo, de fusiles, bazukas y cajas de municiones que apilaron por allí y que luego fueron exhibidas en la televisión como encontradas en nuestro poder.
Como a las tres de la tarde se puso fin a la torturante posición. Nos concentraron a la cancha de beibifútbol. A las mujeres ya se las habían llevado al Estadio Chile. Según supimos después, estuvieron allí poco tiempo, las trasladaron luego al ministerio de Defensa y a eso de las seis las dejaron en libertad, mi mujer entre ellas.

En la cancha la espera duró otras dos horas, siempre con las manos en la nuca, aunque ahora de pie. Nos permitieron en algún momento sentarnos y hasta nos dieron agua una vez que empezó el traslado hacia el Estadio Chile, operación muy demorosa porque había pocas micros disponibles.
Durante todo ese período no cesamos de oir disparos. Seguía el rastreo y, según me enteré mucho tiempo después, se completaba la operación que daría el trágico balance final.

En el Estadio Chile todos fueron invariablemente humillados. Usaban a veces la técnica siguiente: el profesor se acercaba a la mesa del oficial que interrogaba, esperaba largos minutos hasta que éste levantaba la vista y mirándolo socarronamente le decía: "¿Y qué estai haciendo en pelotas, huevón boludo, que no te da vergüenza? ¿No te dai cuenta que estai haciendo el ridículo? ¡Anda a vestirte, mierda!". Se vestía. Nuevos minutos de espera. El oficial finalmente volvía a dirigirle la palabra: "¿Y quién te autorizó a vestirte, concha de tu madre? ¡Ya, anda a sacarte la ropa, huevón!"

Y así, sucesivamente. Durante horas. Teníamos todo el tiempo del mundo. Lo ocupábamos, mientras llegaba nuestro turno de ser interrogados, obligados a un falso trote, rítmicos saltitos en el sitio en que cada cual estaba parado. Sin detenerse, porque no nos estaba permitido.

En los días siguientes fuimos llevados al Estadio Nacional... a la carcel Pública, a la Penitenciaría, al campo de concentración de Chabuco... Puchuncaví, Tres Alamos, Cuatro Alamos... varios fueron expulsados del país. El caso más conocido es el de Kirberg, quien junto con dirigentes de la Unidad Popular y miembros del gobierno, fue confinado a la Isla Dawson...



Todo partió aquella noche del 11 con el asalto que queda relatado. El día 12 la tarea propiamente militar se completó. Hubo más bajas. Unos pocos estudiantes fueron fusilados y otros fueron cazados a balazos mientras trataban de huir. Testigos de la Villa Portales cuentan que un pequeño grupo de jóvenes, en su fuga loca, se trepó a la copa de agua que hay vecina al estadio de la universidad. De allí los bajaron a tiro limpio.

No sé sus nombres. Ni siquiera sabemos con exactitud cuántos fueron. Sus cadáveres fueron abandonados por el Ejército y apilados en los patios de la Escuela de Artes y Oficios. Estuvieron allí varios días y sólo fueron retirados cuando el vecindario reclamó porque la pestilencia empezaba a tornarse insoportable.

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