miércoles, 29 de octubre de 2008

LORETO ATIAS RECUERDA EN FRANCIA A RUBEN ARAYA DE LA EAO

Ciao, Rubén.
You always smile but in your eyes the sorrow shows,
yes it shows...

Estábamos en la calle Constitución, en ese trecho donde se convierte en un callejón empinado que sube la ladera del Cerro. En esa noche sin faroles eléctricos, solo el resplandor de la luna me permitía ver tu rostro inexplicablemente inexpresivo y de una palidez asombrosa, y tus ojos, esos ojos que no olvidaré, enormes, de un negro profundo que me interpelaban en un ruego mudo que no supe comprender. Nos lanzábamos una pelota que evolucionaba lentamente en el aire desafiando las leyes de gravedad, mientras nuestras miradas permanecían unidas, como imantadas. Llegó un momento en que retuviste la pelota y empezaste a cantar una canción que se escuchaba mucho en esa época:

I can't live if living is without you
I can't live
I can't live anymore...

La tristeza terminó de invadirlo todo y entonces desperté lentamente, sin sobresalto, pero inundada de pena.
Tenías apenas 14 años y eras mi amigo, yo con mis 21 me entendía mejor contigo que con muchos otros compañeros de mi edad, existía una sintonía de almas que nos hacía sentirnos bien cuando estábamos juntos. Eramos dos grupos que habíamos partido a participar en los trabajos voluntarios durante el mes de Enero de 1973, tú con los alumnos de la Escuela de Artes y Oficios, y yo con los estudiantes de la UTE.
Te gustaba cantar camino al trabajo, y yo me unía a tu canto animada por ese mismo placer, casi siempre eras tú el que empezaba cantando una de esas canciones de aquella época, Venceremos, El pueblo unido, Juventudes del mundo, y tantas otras, y yo te seguía entusiasmada hasta el final, y cuando el resto ya se había cansado de cantar, terminábamos muchas veces el recorrido cantando a dúo.
'Cómo no se cansan, cómo pueden caminar y cantar al mismo tiempo', nos decían nuestros compañeros agotados por la caminata que en general era larga y agotadora por el terreno accidentado de Caletones. Nosotros reíamos porque en nuestro caso, el hecho de cantar redoblaba nuestras fuerzas, tal vez porque nuestro paso se alineaba al ritmo del canto, permitiendo así que la energía circulara libremente.
Bella Ciao era nuestro canto preferido, yo la conocía en italiano, tú me la enseñaste en castellano, y todo el mundo la aprendió rápidamente. La cantabas con tanto entusiasmo, te sentías tan identificado con ella, como presintiendo lo que anunciaba, tu fin prematuro:

"Y si yo muero en el combate,
o bella ciao, bella ciao,
bella ciao, ciao, ciao Y si yo muero en el combate, toma en tus manos mi fusil..."

Nuestro fusil era en esos momentos la pala, a veces el chuzo, y nuestras caras teñidas de hollín bajo el casco de seguridad nos permitían sentirnos diferentes, dejar de lado por un tiempo nuestra personalidad santiaguina.
La lucha era la misma, en la sierra o en la mina, y tú estabas ahí para confirmarlo.
Creo que nunca encontré a nadie tan entusiasta como tú, tenías tanta confianza en tus ideales, en el comunismo, que para ti era una evidencia sin manchas, que me contagiabas, borrando de mi mente todo rastro de escepticismo racional, y volvía a ser la niña que ve las cosas en luz y sombra, y nosotros nos encontrábamos sin lugar a dudas en el lado de la luz.

"Yo te doy la vida entera, te la doy, te la entrego, compañera, y en el día que me muera mi lugar lo tomas tú"

Siempre esa amenaza imprecisa revoloteando en aquellas canciones que más te gustaba cantar, y siempre también tu deseo de seguir adelante, hacia ese futuro radiante que imaginabas preciso y cercano.
Pocos días antes de finalizar nuestra tarea, fuimos invitados a comer a la 'Casa de los gringos', una mansión rodeada de hermosos jardines en donde hasta hacía poco se habían organizado las recepciones de los miembros del directorio de la mina que habían tenido que partir de vuelta a los Estados Unidos al hacerse efectiva la Nacionalización de las minas de cobre. Ese lugar había sido dejado intacto como testimonio de los privilegios de los que habían gozado los gringos, y como para mostrar la evidencia hasta el final, se invitaba a delegaciones de trabajadores a comer en las mismas condiciones en las que habían sido atendidos los norteamericanos. Y nosotros, como trabajadores voluntarios de ayuda a la producción fuimos también recibidos en las mismas condiciones.

Cuando nos llevaron a visitar los diferentes salones en un recorrido didáctico y explicativo, quedamos impresionados por el lujo del lugar. Luego, más tarde, nos hicieron pasar al comedor en donde nos sirvieron una comida memorable, de la cual sólo recuerdo el plato de fondo porque nos impresionó profundamente. Se trataba de un medio pollo asado acompañado de arroz, y lo cierto que además de su sabor exquisito, lo que nos impresionó fue la cantidad, nunca ninguno de nosotros había siquiera imaginado comerse la mitad de un pollo, sobre todo en esa época de desabastecimiento, en que comprar un pollo era toda una odisea. Los sirvientes se mantenían a una distancia prudente para servirnos cada vez que lo deseábamos, más arroz, más agua o vino blanco para beber. Por supuesto, el vino a voluntad causó estragos en algunos compañeros, en especial en los más jóvenes, ya que si el personal, que seguía las normas de los ocupantes anteriores, cumplía órdenes tales como no dejar acercarse al billar a las mujeres, cosa completamente absurda y que nos vejó enormemente, no tuvieron ningún impedimento para servir a los menores de edad todo el vino que quisieron. Tú, Rubén, bebiste lo suficiente como para quedar en un estado de felicidad beatífica.

Al día siguiente, las cosas se desencadenaron rápidamente. ¿Cómo se fueron produciendo los hechos para terminar de forma tan brutal? Tal vez el primer eslabón de la cadena fue la falta de previsión de los encargados de planificar nuestras actividades, que no detectaron la incongruencia entre la organización de una comida que terminó tarde y que tuvo como consecuencia que nos acostáramos dos horas mas tarde de lo que acostumbrábamos, y el paseo matinal al día siguiente a visitar un lago en el cráter de un volcán, es decir, a una gran altura. Los buses partieron a las siete de la mañana, tú partiste con otros dos compañeros en la camioneta del encargado, tal vez tuviste ánimo para cantar un último canto, sólo sé que a mitad del camino que subía hasta el hermoso lago turquesa que todo el mundo quería contemplar, pegaste el primer grito de dolor. Apretabas tu cabeza y llamabas a tu mamá. Por suerte no habías subido en un bus y el ingeniero pudo tomar rápidamente el rumbo del hospital en donde entregaron rápidamente el diagnóstico: un derrame cerebral.

Yo lo supe casi enseguida, cuando llegó la camioneta de vuelta, ya que por algún motivo que no recuerdo no participé en el paseo. Temístocles me contaba una y otra vez tus gritos, tu dolor, y yo lo escuchaba sin poder comprender.
Tu agonía duró poco, pero a nosotros nos pareció interminable, teníamos la esperanza loca de que te recuperaras, de que volvieras a ser el mismo de antes, el Rubén que todos conocíamos. Un médico trató de explicarnos, una debilidad congénita de los vasos capilares, algo totalmente imprevisible y que de todas maneras era muy probable que hubiera sucedido tarde o temprano... ¿era para consolarnos?, ¿para protegerse de eventuales procesos judiciales?

Tu polola estaba completamente aturdida, porque tenías una polola, ahí, en ese lugar perdido en que no vivía casi nadie, te habías enamorado de una de las hijas de la familia que cocinaba para nosotros, una chiquilla de unos 12 años, que se encontraba completamente desamparada, mucho más perdida que nosotros, que nos unimos como un solo hombre frente a la adversidad. Perdóname muchachita linda, estés donde estés, por haberte rechazado cuando te acercaste tímidamente a mi lado buscando compartir la enorme pena que nos agobiaba. No sé porqué lo hice, nunca lo sabré, tal vez esa fuerza que nos unía en un grupo compacto y solidario me impidió aceptar un llamado ajeno, tu llamado.

Volvimos a Santiago, te velamos toda la noche, haciendo guardia frente a tu ataúd, junto con tu familia, llegaban gente a dar el pésame, llegaban flores, muchas coronas de flores, y entonces recordábamos una vez más tu canto, tu hermoso canto:

"esas son flores del partisano, o bella ciao, bella ciao, bella ciao, ciao, ciao, esas son flores del partisano muerto por la libertad muerto por la libertad muerto por la libertad!"

A Rubén Araya, querido amigo de la EAO al que le tocó partir de esta vida en forma precoz e
inesperada.

Loreto Atías
Ex UTE reside en Francia

1 comentario:

  1. Loretín:
    Me encontré, de manera súbita e inexplicable, con este escrito tan sensible (como tú) y me hizo recordar tantas horas infinitamente felices que nos tocó vivir "familiarmente".
    Muchos recuerdos llegaron a mi memoria y que me alegran y entristecen al mismo tiempo.
    Un abrazo a la distancia.

    Benito Olea

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