NUESTRA INOLVIDABLE PECA
No soy un buen copiloto para ningún chofer, menos aún para el distraído Osiel. La noche está más fría que nunca, el cielo con estos negros nubarrones presagia lluvia. Reímos con todas las ganas de nuestra innegable desorientación geográfica. Buscamos la Avenida Vicuña Mackenna, esta tremenda arteria que se esconde ante nuestros mismísimos y despistados ojos. Reímos con nerviosismo, ninguno de los dos lo admite. Vamos a encontrarnos con el pasado de un sopetón. Después de varios llamados telefónicos encontramos por fin la ruta. Estaré en la salida del metro, visto una parca celeste, nos responde al celular una voz cordial, con un acento indefinido.
Ahí está le grito a mi amigo, no es que la haya reconocido, pero es ella. Su figura pequeña, armoniosa a pesar de la gruesa parca celeste que la envuelve. Reconoce el camión que le ha descrito Osiel, nos pide rodear la plaza, camina lentamente junto al vehículo, enfilamos hacia una angosta y oscura calle. Me bajo rápidamente, la abrazo, escudriño sus facciones en la penumbra, le acaricio su rostro, mis dedos inconcientemente se deslizan por los surcos de las cicatrices que recorren su mentón y su cuello. Mi compañero impaciente la abraza varias veces y así nos miramos los tres como dudando de que sea real este esperado encuentro.
Es una pequeña casa de madera, su antejardín está en sombras, haciéndole el quite a los charcos y a un juguetón perro Colie, nos adentramos al hogar de sus padres. Nos miramos nuevamente, nos reconocemos, ya con toda la luz artificial de las lámparas. Eres tú, recuerdo tus ojos, me dices. Estoy fea y gorda contesto. Osiel la observa con su cara llena de amor y de bondad, seguimos los tres de pie, sin hacer caso de los amistosos requerimientos de su hermana menor y de sus amorosos padres. Por fin, después de estrecharla y besarla nuevamente, nos sentamos alrededor de una silenciosa estufa.
Durante mucho tiempo yo creí que habías muerto, fuimos muchos los que así lo entendimos, le confieso emocionada; puedo mirarle a sus ojos grandes, oscuros, brillantes. Su boca amplia, con su sonrisa franca, apenas imperfecta, sin el más mínimo vestigio de odio o resentimientos hacia la vida, o mejor dicho hacia los que estuvieron a punto de quitársela, ese aciago 11 de septiembre:
“Yo estaba en la Escuela de Artes y Oficios. Después de los cañonazos y disparos, obedecí la orden de ¡Todos afuera! Salí del laboratorio donde me encontraba, hacia el patio principal. De pronto sentí muy cerca de mí, algo así como la explosión de un globo, eso así, como el ruido de un globo que se revienta”. Al recordar, Marianela flecta su cabeza con su tronco hacia un costado. “De repente, siento un calor que me recorre entera, miro mis manos y veo que es sangre”. Sus pequeñas y blancas manos viajan por su cuello, sus pechos, recordando con sus ojos lustrosos por la emoción ese infausto momento. “Caí al suelo, nunca perdí la conciencia. Fui arrastrada hacia la enfermería por dos compañeros; un hombre y una mujer, no los puedo identificar. Allí, siempre supe lo que tenían que hacer. Pedí al paramédico que allí estaba que: 1º detuvieran la hemorragia y me aplicaran una inyección antitetánica. 2º Avísenle a mis padres sólo si me muero o me salvo”.
Osiel asombrado la interrumpe: ¡Entonces es verdad, todo cuadra con lo que a mí me sucedió! : Estaba en el Estadio Nacional, después de una larga sesión de tortura, se me acercó un compañero de la UTE, no sé su nombre; como para sacarme de mis tribulaciones, me extiende tres pequeños papeles-------- Me dice: ¡Los escribió la Peca, está viva, no la mataron! Uno decía; Párenme la hemorragia y aplíquenme una inyección antitetánica. El otro; No les avisen a mis padres hasta saber si me voy a salvar o voy a morir. El tercer papel; Me van a coser entera, quedaré horrible. ¿Seguirás queriéndome? ¡Esos papeles tú los escribiste! ¡Tú no podías hablar, tenías la boca destrozada! ¡Le escribiste a tu amor de entonces! Osiel la mira con sus ojos asombrados. ¡Se los escribí a Tito!, Marianela comprende por primera vez, que nunca habló, que le era imposible hablar con las heridas mortales que tenía. Nunca registró en su memoria la escritura de esos decidores documentos, donde quedaron plasmados el temple, la valentía y la femineidad de esta pequeña y gran mujer.
La Peca sigue su relato. No sabe cómo y quienes la llevan a la Posta del Hospital San Juan de Dios. Allí se encuentra con su ángel tutelar, el médico que le salvará la vida. Enrique Schneider. Rápidamente este compañero socialista la opera. Son tres las balas que le han dado en el blanco de su frágil cuerpo. En la mandíbula, en la espalda y en una pierna. Schneider llama a sus padres para que se la lleven. Sabe que los militares vendrán por ella si se enteran que quedó con vida.
La atrocidad de los recuerdos contrasta con la armonía que reina en este maravilloso hogar. Todo es afecto, calidez. La artesanía en cerámica confeccionada por su anciano padre engalana las paredes; nos enseña orgulloso un bastidor de cuero, lo que fuera la cara de un bombo con las dedicatorias de los más genuinos artistas de esa época de oro. Víctor Jara, los Inti, el Quilapayún y muchos otros. Consuelo, su hermana menor nos llama a la mesa. Marianela ha cocinado para nosotros una receta de fideos a la italiana. Vivimos el más hermoso momento de comunión con esta sencilla familia de viejos comunistas.
Su madre nos cuenta la pesadilla que significó sacar a nuestra compañera de las garras mismas del fascismo. Su hija querida era un monstruo hinchado, sin forma, de color violáceo. Es trasladada a diferentes casas, donde llegaba, muy pronto, éstas eran allanadas. Y su salvador, el médico maravilloso siguió protegiéndola. La operaron una, dos, tres, muchas veces. Antes de cada operación soñaba y se encomendaba a Goyo Mimica, nuestro dirigente asesinado por los militares en la misma Universidad.
Dio la prueba nuevamente y se recibió de profesora de Edc. Física en la U. de Chile. En la clandestinidad sufrió los dolores físicos y la pobreza. Nos muestra la mediagua compuesta por dos piezas que todavía mantienen en el fondo de su patio, ahí vivió toda la familia por años, reconoce con hidalguía.
Entregó su testimonio en el Museo de la Memoria, allí también dejó el más bello objeto material que la unía a su pasado político y a su amado Chile, un rústico ajedrez tallado, extraído del madero de un plumero, fabricado en cautiverio por los presos del Estadio Nacional y que le fuera regalado a ella por los propios compañeros con la máxima distinción.
Dentro de dos días regresará a su Patria por adopción, la bella Italia, allá en Milán vive con su hijo de 23 años, vive de una manera sencilla, así como es toda ella. Sigue creyendo que el mundo se puede cambiar. Es profesora de Educación Física, enseña Yoga, ayuda a los adultos mayores, a los emigrantes.
En la despedida nos abrazamos emocionados, agradecidos. Marianela es una lección viviente, de entrega, amor y valentía. No la veíamos desde ese 11 de Septiembre, hacen casi 37 años.
Ya en el camión, no me abandona el recuerdo de su hermoso y relajado rostro, Osiel maneja callado, con la mirada perdida en no sé qué horizonte, no me cabe la menor duda que a mi gran amigo le sucede lo mismo. Pasa muchísimo tiempo y nuestro silencio persiste con la figura de la Peca sentada entre nosotros…………
LUNES, 26 DE JULIO DEL 2010
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